Cuando, llevadas por un mero interés económico, hermandades de Sevilla comenzaron a admitir mujeres en las filas de nazareno (Vera Cruz y los Javieres fueron las primeras) se generó el debate que se cierra hoy. Eso fue en 1986.
Poco a poco, las cofradías con menos nazarenos fueron incorporando a las mujeres aumentando considerablemente el número, mientras el arzobispo, entonces Carlos Amigo, animaba a que se fueran modificando reglas en este sentido.
El ritmo no era el deseado por Palacio y se tenía asumido que las nuevas Normas Diocesanas (diciembre de 1997) obligarían en este sentido. Es más, los representantes de las cofradías de Sevilla no tenían el más mínimo reparo en decir que lo mejor era un decreto que las obligara. Más o menos “si el arzobispo es el jefe, que lo ordene y obedeceremos”.
Pero Amigo no estaba por la labor y todo desembocó en un tira y afloja rallano en la cabezonería en el que el jefe no ordenaba pero sí conminaba privadamente a todas las cofradías a que modificaran sus reglas, algo que sólo consiguió muy al principio.
La cosa era tan absurda como que las hermandades se querían ver golpeadas por el báculo y el dueño del mismo no quería que le acusaran de usarlo.
Lo siguiente, la exhortación de 2001, que tampoco resolvió el problema en su totalidad.
El final de la historia, tras el cambio de obispo: el baculazo más retrasado.
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